por Jorge Luis Borges
Es inevitable que un hombre confunda su declinación con la declinación de la historia, su crepúsculo humano con el vasto Crepúsculo de los Dioses, y así no es maravilla que para mí, que he cumplido los sesenta años, el punto meridiano del cinematógrafo no esté en el porvenir, sino en el pasado. Ese apogeo, ese paraíso perdido, correspondería a la etapa inmediatamente anterior a la edad sonora, y su nombre más alto sería el de Josef von Sternberg. (Anotaré, de paso, que las obras que éste ejecutó en Alemania me parecen harto inferiores a las que le inspiraría después el tema del malevaje americano). Recuerdo que al principio el cine sonoro nos pareció una regresión al teatro o a la ópera, una impura extensión que contaminaba la esencia del nuevo arte. Hoy, apenas me atrevo a rememorar esas objeciones pretéritas; en rigor, me bastaría para refutarlas un solo film sonoro que pudiera equipararse a los mejores de la época silenciosa. La lealtad al pasado no me impide reconocer que ese film existe, en número plural y aun abrumador. Básteme recordar las últimas que vi, antes de que se nublaran mis ojos: Al caer la noche y Alejandro Nevski, Ser o no ser y El espectro de la rosa, y El gran juego y A la hora señalada y Rashomon (que repite o renueva tan felizmente el procedimiento ideado por Browning de narrar una misma fábula a través de los diversos protagonistas) y los que mis lectores quieran sustituir o agregar.
Más importante que un catálogo de preferencias personales, compilado al azar de la memoria, es decir del olvido, me parecen dos circunstancias que paso a enumerar. La primera es el hecho de que el cinematógrafo ha sorteado, y sigue sorteando, dos enemigos mortales: el comercialismo, que lo rebaja a lo sentimental, a lo obsceno y a los otros modos de lo trivial, y la pedantería de lo "moderno", cuyos riesgos son la incoherencia y la vanidad fotográfica. Quiero asimismo recordar que el cinematógrafo ha saciado, probablemente sin proponérselo, dos necesidades eternas del alma humana: el melodrama y la épica. Ninguna especie de poesía fue más venerada que la epopeya por los hombres del Renacimiento y por los antiguos; los literatos de nuestro tiempo la habían traicionado o menospreciado y su popular y anónima salvación, en el mundo entero, es obra del western.
Sería una desventura que el arte cinematográfico pereciera bajo un exceso de interpretaciones y de análisis. Goethe o su Mefistófeles opinaron que es gris toda teoría y que es verde el árbol de oro de la vida; yo diría que las teorías son peligrosas, no por grises, sino por tornasoladas y encantadoras, y que las épocas de fuerte creación --recordemos el teatro isabelino-- han prescindido de ellas o no les han concedido otro valor que el de un pasatiempo. Ninguna teoría, por lo demás, puede ser otra cosa que un juego de la inteligencia o que un estímulo circunstancial del artista. Olvidemos las rivalidades de escuela, gocemos el puro espectáculo cinematográfico y dejemos que éste se desenvuelva, en lo posible, con la frescura y con la orgánica y sagrada inocencia de un sueño.
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