jueves, 12 de noviembre de 2009

Fotogramas #2


Rodrigo D: No Futuro (1990), Víctor Gaviria.

Reflexiones de No futuro

por Víctor Gaviria


Con frecuencia el recuerdo de algunos de estos muchachos con quienes hicimos “Rodrigo D: No futuro”, se me sube a la cabeza y me ahoga, como hoja escrita por uno mismo en algún lugar sin luz, borroneada, que al día siguiente uno no puede entender…dentro de algunos años, cuando estos días del ochenta se vean desde lejos, aquellos que se interesan por el precario cine que hicimos, tal vez vean en esta película nuestra un signo especial, y tal vez tengan la fuerza para escandalizarse de verdad. Verán que una película que se hizo con actores de la calle, con muchachos que iban desde los 16 años hasta los 20 años, a la corta vuelta de tres años de finalizado el rodaje, seis de ellos ya habían desaparecido, sucumbiendo a la violencia cotidiana de la ciudad, como si se tratara de una epidemia fulminante…y así como nosotros no logramos entender cómo nuestros padres no se opusieron a la violencia, con mayúscula, que borro a tantas gentes de los campos, y cómo salieron de allí, olvidando a cualquier precio, con rostros optimistas de ciudad, así mismo en el futuro nadie entenderá cómo nosotros permitimos que tantos jóvenes de nuestra propia cultura desaparecieran sin dolor para nosotros, como si se tratara de otras gentes distintas, ajenas a nuestros sentimientos…

No sé si esta piedad estará en el futuro, o si la indiferencia y la insolidaridad, que parecen os presupuestos de esta ciudad para ser verdadera ciudad, en el futuro ya borren cualquier curiosidad por los demás, por suerte, cualquier intento de hacer de la ciudad un lugar de identidad, es decir, que yo me pueda poner en la situación de otro en cualquier calle, y entender lo que pasa, su indiferencia, su aventura, su tragedia , su resurrección…Jeyson, Albeiro, John Galvis, Leonardo, Chavo, Francis, otros mas, se que siguen corriendo de un lado a otro en las cabezas de todos nosotros, los que hicimos la película, y se ríen, y buscan siempre “ganar” en donde estén y aterrorizan, que era una de las pocas cosas que sabían, y se oscurecen con sus terribles pensamientos y sus tristezas sin sosiego.

Y, sobretodo, se que ellos fueron “peladitos” que pudieron vivir hasta el final de una vida normal, como sus padres, y como ellos humillados por la pobreza y la miseria, como ellos torturados por las pocas posibilidades, y que, aunque ya no viven, nadie puede encontrarlos por sus nombres en las esquinas de San Blas o en los Balsos, ellos vivieron realzados por su aventura loca y suicida, dignificados por la leyenda y por la muerte inminente, como sólo los pobres pueden alcanzar algún heroísmo en vida , y no vivir simplemente como peros, aunque tal vez morir como ellos…

En este tiempo de la ignorancia generalizada, del saber inútil, sólo consagrado al enriquecimiento, en este tipo de las ciencias bobas e inhumanas, que se reparten el botín de una persona, seccionándola, el prójimo se ha desdibujado como tal, como persona, como vecino, y de él sólo permanecen imágenes fragmentadas que no mueven ni a la solidaridad, ni mucho menos piedad…y, sin estas, creo, no puede haber conocimiento...

Aunque todos los sabíamos, aunque de No Futuro era tan obvio que ellos mismos lo decían entre risas, despidiéndose, nunca pudimos hacer nada por convencerlos, que es o mínimo que un amigo debe hacer por otro. Pero sus imágenes de personas verdaderas están allí, diciéndole lo suyo, hablando con la poética de español de aquellos barrios, tan hermosa como el siglo de oro, que llama “parca” a la ley, que llama “traído” a todo lo que produce sorpresa, desde un regalo hasta una hermosa cadena en el cuello de alguien, hasta los enemigos que legan de pronto a matarlos, a llevarlos de paseo por los campos de la muerte.

Con su alegoría invencible, con su dignidad de niños vestidos a la última moda, puesto que si no tienen casas como se debe, su ropa es su casa mayor, y dentro de ella, alguien con poder suficiente para no dejarse humillar, alguien que se merece también regalos, como los hijos de los ricos.

Pero ellos están ahí, con sus ideas, puesto que se trata de ideas, para que los otros jóvenes de la ciudad, ingenuos e ignorantes de lo que ocurre mas allá de sus condominios, tengan por primera vez, no solo curiosidad y temor por muñequitos que ven en las pantallas, sino también como lo dice Aristóteles en su Poética, no solo temor, sino también compasión por los personajes y por ellos mismos, por su no futuro de jóvenes, mas fulminante que una epidemia.



Mancha de pureza


John Galvis era un muchacho de 20 años cuyas transformaciones simbolizan el destino de estos muchachos. Tenía una cara pulida como la de un actor juvenil, que en otras circunstancias menos duras habría inspirado comparaciones como galanes famosos. Las noches de los jueves se vestía de blanco impecable y se escapaba de su novia infantil, Mary, y subía hasta la taberna, a reunirse con cuarenta o cincuenta muchachos que organizaban allí un “pollo punk “,del que Ramiro Meneses, el protagonista de Rodrigo D, era disc jokey. En la calle permanecían los punkeros más ásperos, a punto de hacer estallar una bronca repentina y salvaje.

Uno subía unas estrechas y sudorosas escaleras hasta el segundo piso de la taberna, y se encontraba de golpe con un baile negro donde no había ni una sola mujer. Aquello era el “pogo”, “pogear”, como lo llaman, a aquel remolino de energía en donde todos rebotan con los hombros, y alguno se abre paso a los golpes, incluso con navajas, ofendiendo y aporreando como si respondiera a una vieja herida del orgullo, pero todo dentro de una danza frenética, de saltos, de brincos y manotazos abruptos, que todos se soportan de alguna manera, puesto que en estos barrios populares de Medellín, lo que se llama bailar es una sombra del pasado, un chiste de mal gusto.

Todos están de negro, con chaquetas gastadas por los días, con gabanes y abrigos antiguos de sus madres o “mamitas”, con los que ellos iban a misa en las semanas santas, pero ahora sus hijos han transformado, con cadenas y esvásticas, con el signo de no futuro, y se hinchan en el pogo como las alas de los cuervos en los aquerrales. Con todo, son muchachos que no llegan a los 20 años, y la energía que se respira, dura, es buena y sincera.

Como una mancha de pureza, irónico, John está de blanco y perfumado de loción entre todos aquellos punkeros enardecidos. Se sienta solo en una mesa, de las pocas que han dejado junto a la pared, y saludaba con la cabeza, una y otra vez, a sus antiguos amigos. Ha subido allí por nostalgia, por recordar su antigua vida de apenas un año, cuando él mismo era también punkero y rockero, cuando todavía no había sufrido la transformación definitiva.

Extraños al ambiente, pero interesados ambos en lo que teníamos al frente, John converso con nosotros aquella noche, y, no sé realmente por qué, nos revelo muchos secretos personales.

Johns se caracterizaba por hablar, siendo un “un hombre de acción”, por ir comentando en voz alta todo lo que pasaba por su cabeza, una cabeza de artista con la que iba registrando las infinitas contradicciones de su vida y de sus sentimientos. Sus amigos lo buscaban y lo rodeaban, creo yo, además la virtud de su amabilidad, para oírlo hablar de sus cosas, siempre irónicas y burlonas que, que la obra de un artista, los representaba en su esencia farsesca e inhumana; John les contaba a sus amigos sus propias historias, pero ya comentadas por su frio lirismo, reídas en los detalles más confusos, relatadas en su explosiva compasión.

John ya no quería recibir todos los golpes, con los punkeros. Además del odio y la Desconfianza, principios que los hacían descreer del burgués, al que ellos, niños de los barrios, llamaban con odio “chupasangres”, puesto que solo pagaban el mísero sueldo mínimo, además de eso, el había agregado, como todo pistoloco, la ambición, y la purificación por la moda y la ropa.

Los punkeros odian todo lo que significa la publicidad y la apariencia: el engaño que conlleva, el confite endulzado que funciona para adormecer. Sólo les gusta lo duro y lo cruel, lo que está a la altura de su vida de deslizamientos y asesinatos, buses sin frenos, niñas violadas, cabezas destripadas por las planchas de cemento, el tiempo de hierro del que no hace nada, ni conoce oficio…para el pistoloco la apariencia es su casa: donde están vestidos como hombres y en donde se camuflan y se disfrazan del burgués y de la policía.

La apariencia es un lugar ilusorio donde hay regalos, mecha nueva y alegrías fáciles, efímeras, como es todo lo que pertenece a la moda, efímeras como sus vidas de muchachos, que ni llegan a os 22 años. Allí hacen su leyenda de barrio, realzados por su aventura… John, vestido de blanco aquella noche nos conto los precios de su transformación. Esto es lo que, creo, es su testimonio más profundo, que uno se demora en entender. Esto es lo que divide a las dos ciudades que conviven a la enemiga Medellín. Miles de muchachos tienen que hacer esta transformación para dignificar su vida, para sustituir a sus padres, para rescatar el poder de sus padres ausentes, no tener miedo, sino ser el miedo: amenazar, aterrorizar, cambiar el rostro para robar.

“Casi no he tenido oportunidad ni siquiera de ver buenas películas. Sino pura violencia, cosas así, fatales…pero uno actuando es como robando… yo cuando aprendí a robar, aprendí a actuar…porque yo no me concebía a mi mismo atacando a un tipo, entonces me desconcertaba, yo no sabía cómo hacerlo, entonces me volaba…en cambio cuando uno va a robar tiene que identificarse con el ladrón. Imagínate todo lo que tendría que cambiar con vos - señalándome – vos no me ves como ladrón, imagínate todo lo que yo tendría que cambiar con vos para que me vieras como ladrón…entonces yo tengo que cambiar totalmente, malicioso y tal, ¡tan! ¡tan! ¡fun!: entonces te hago timbrar, te abordo y te asalto…entonces ahí está el drama, entiende, esa es la actuación… entonces sale uno trotando, uno trota porque sabe lo que le puede esperar…uno muchas veces se va riendo cuando atraca una persona…yo una vez atraqué a un cucho que iba con una vieja, y la vieja se mio, y uy, que risueña tan tremenda, pobrecita, hermano, nos dio que risueña…

John no pudo actuar en la película porque murió un mes antes del rodaje. Su muerte, o mejor, su vida, transformo el guión. El era quien iba por la noche a visitar a su madre, cuando lo asaltaba la necesidad de su amor y conversión. A él fue quien su tío abrazó, ya en la caja, disfrazado de muerto, y le felicitó por haberse ido de este mundo, dejándonos a nosotros en la vanidad de nuestra confusión: “Siquiera te fuiste, hiciste a lo bien”, le decía cerrando el círculo de la incertidumbre.

Ya todo el calvario había pasado, hecho de patadas, de golpes, de disparos, de cuchicheos malévolos que querían que allí, en aquel barrio, hubiera muerto, alguien que pagara por todos… el sacrificio había sido llevado a cabo. Ahora sigue la leyenda, el frágil recuerdo...


Medellín, 1989.



martes, 10 de noviembre de 2009

Sagrada inocencia de un sueño

por Jorge Luis Borges


Es inevitable que un hombre confunda su declinación con la declinación de la historia, su crepúsculo humano con el vasto Crepúsculo de los Dioses, y así no es maravilla que para mí, que he cumplido los sesenta años, el punto meridiano del cinematógrafo no esté en el porvenir, sino en el pasado. Ese apogeo, ese paraíso perdido, correspondería a la etapa inmediatamente anterior a la edad sonora, y su nombre más alto sería el de Josef von Sternberg. (Anotaré, de paso, que las obras que éste ejecutó en Alemania me parecen harto inferiores a las que le inspiraría después el tema del malevaje americano). Recuerdo que al principio el cine sonoro nos pareció una regresión al teatro o a la ópera, una impura extensión que contaminaba la esencia del nuevo arte. Hoy, apenas me atrevo a rememorar esas objeciones pretéritas; en rigor, me bastaría para refutarlas un solo film sonoro que pudiera equipararse a los mejores de la época silenciosa. La lealtad al pasado no me impide reconocer que ese film existe, en número plural y aun abrumador. Básteme recordar las últimas que vi, antes de que se nublaran mis ojos: Al caer la noche y Alejandro Nevski, Ser o no ser y El espectro de la rosa, y El gran juego y A la hora señalada y Rashomon (que repite o renueva tan felizmente el procedimiento ideado por Browning de narrar una misma fábula a través de los diversos protagonistas) y los que mis lectores quieran sustituir o agregar.

Más importante que un catálogo de preferencias personales, compilado al azar de la memoria, es decir del olvido, me parecen dos circunstancias que paso a enumerar. La primera es el hecho de que el cinematógrafo ha sorteado, y sigue sorteando, dos enemigos mortales: el comercialismo, que lo rebaja a lo sentimental, a lo obsceno y a los otros modos de lo trivial, y la pedantería de lo "moderno", cuyos riesgos son la incoherencia y la vanidad fotográfica. Quiero asimismo recordar que el cinematógrafo ha saciado, probablemente sin proponérselo, dos necesidades eternas del alma humana: el melodrama y la épica. Ninguna especie de poesía fue más venerada que la epopeya por los hombres del Renacimiento y por los antiguos; los literatos de nuestro tiempo la habían traicionado o menospreciado y su popular y anónima salvación, en el mundo entero, es obra del western.

Sería una desventura que el arte cinematográfico pereciera bajo un exceso de interpretaciones y de análisis. Goethe o su Mefistófeles opinaron que es gris toda teoría y que es verde el árbol de oro de la vida; yo diría que las teorías son peligrosas, no por grises, sino por tornasoladas y encantadoras, y que las épocas de fuerte creación --recordemos el teatro isabelino-- han prescindido de ellas o no les han concedido otro valor que el de un pasatiempo. Ninguna teoría, por lo demás, puede ser otra cosa que un juego de la inteligencia o que un estímulo circunstancial del artista. Olvidemos las rivalidades de escuela, gocemos el puro espectáculo cinematográfico y dejemos que éste se desenvuelva, en lo posible, con la frescura y con la orgánica y sagrada inocencia de un sueño.

Fotogramas #1


Pickpocket (1959), de Robert Bresson.